El tema de la libertad y los límites es uno de los más analizados desde todas las corrientes filosóficas y teorías educativas.
El libre albedrío puede entenderse como un don que tenemos como especie humana para elegir de entre todas las alternativas disponibles, la mejor para nuestra evolución. El fin último sería lograr la plenitud como personas.
Podemos abordar el tema de la libertad desde el hacer o desde el ser, siendo la primera la libertad de acción y la segunda, la libertad de elección. En la libertad de acción cobran importancia los medios. En la libertad de elección se hace foco en el fin. La importancia de esta diferenciación radica en no creer que “tener libertad” significa “ser libre” y educar a nuestros hijos en este sentido, para que una vez que tengan los medios puedan utilizarlos para su bien. Si a un joven en formación le damos todas las oportunidades para que tenga libertad, es decir los medios, pero no le enseñamos el sentido de la plenitud y lo que implica ser verdaderamente libre, seremos cómplices del mal uso de la libertad que el joven pudiera hacer. Y no es una cuestión de asignar culpables, sino más bien de entender la oportunidad que estamos perdiendo de educar a nuestros hijos en libertad, para que puedan afrontar las dificultades de su vida con bases sólidas, incluso cuando ya no estemos ahí para ellos.
Estamos en una época de mucha libertad, comparada con épocas anteriores. Pero una sociedad, por ejemplo orientada al consumo, que da a los jóvenes todos los medios y posibilidades de accionar, pero no les enseña a ser libres, es una sociedad que enferma a los jóvenes. La familia es el primer lugar donde creo que se debe educar el sentido de la plenitud al cual tienen que orientarse los actos para ser una persona verdaderamente libre, por ejemplo, y como la más básica: cuidando nuestra salud física, psíquica y social. Un joven a determinada edad tiene la libertad de comprar alcohol, ya que no hay prohibición de la ley y tiene los recursos necesarios para comprarlo. Pero si el joven abusa de su consumo dañando su salud, y además podría hasta incluso poner en peligro la vida de terceros si conduce en ese estado, esa persona ya no es libre, pierde su libertad por una conducta irresponsable, por un libertinaje que esclaviza a las personas en excesos y vicios.
Lo que debemos cuestionarnos, entonces, son los valores que entendemos hacen a la plenitud de la persona. Uno de ellos puede ser la verdad. Ejercer la libertad teniendo como norte a la verdad, me permite ser libre. Lo contrario sería hacer lo que quiera en base a mentiras. Esto implicaría perder mi libertad, pasando a ser esclavo de la mentira, aunque tal vez ni sea consciente de ello.
Pensando en el bien de nuestros hijos, no demos libertad sin enseñar a ser libres. Educarlos, no es instruirlos, llenarlos de conocimientos. Educar es ayudar al niño o joven a que haga un buen discernimiento en el uso de su libertad, que pueda distinguir aquello que lo hace libre de lo que no.
Tengamos presentes diferentes 2 formas de encarar la educación: una basada en las normas, que educa a partir del hacer, que se puede hacer y qué no, cuáles son las sanciones cuando no se siguen las reglas. La ejerce una figura de autoridad, que pone límites, que educa a base de premios y castigos, que genera en el mejor de los casos, el “cumplimiento” basado en el miedo a ser sancionado. Pero qué pasa cuando la figura de autoridad no está presente, controlando las acciones…? No es que este tipo de educación no deba existir, sirve para los primeros años de los niños, en el establecimiento de límites claros, que les de seguridad, pero pierde su efecto si, a medida que crecen, no la complementamos con otra forma de educación. Ya lo decía San Agustín: “Tanta libertad como sea posible, y tanta autoridad como sea necesaria”.
La educación del ser libre, educa en las actitudes, está basada en valores, en lugar de normas, y a partir de ellos se genera compromiso, en cambio de cumplimiento. Recordemos que “enseñamos lo que sabemos, pero contagiamos lo que vivimos”. Los valores no se establecen, se contagian. Podremos transmitirlos con el ejemplo a nuestros hijos, si los vivimos primero nosotros como padres en nuestro día a día. Si ellos aceptan un valor y lo ejercitan en la acción, se transforma en una virtud. Ya no se trata de un cumplo/miento, cumplo las normas para no recibir sanción, pero en fondo no creo en ellas, miento o me miento. Sino que me comprometo, me involucro personalmente, porque adhiero a ese valor, me identifico con él.
Educar en valores lleva mucho más trabajo y dedicación que establecer normas y hacerlas cumplir, ya que implica una revisión de nuestras propias actitudes. Pero a partir de la educación en el ser libres, la autoridad deja de tener relevancia y los prepara para el futuro. Estarán capacitados para tomar sus propias decisiones en base a sus valores y en pro de su plenitud personal.